Ya la primera vez que habló con ella, quiso dejar claro en seguida que no tenía intención de comprometerse en una relación demasiado seria. Vino a decirle, más o menos:
—Te quiero mucho y desearía, por tu propio bien, que nos pusiéramos de acuerdo para proceder con pies de plomo.
Había tanta prudencia en aquella frase que resultaba difícil creerla dictada por el amor a otro; con un poco más de sinceridad, habría podido ser enunciada en estos términos:
—Mira, me gustas mucho, pero nunca pasarás de ser un juguete en mi vida. Tengo yo otras obligaciones, mi profesión, mi familia...
¿Su familia? No tenía más que una hermana, la cual ni física ni moralmente le suponía un problema; menuda, pálida y, aunque algunos años más joven que él, más vieja por manera de ser o quién sabe si por destino. De los dos, el joven y el egoísta era él, y ella, como una madre que, olvidándose de sí misma, le hubiera dedicado su vida. Lo cual no impedía que hablase de su hermana como de un destino ligado al suyo y pensando encima de él. Y así, sintiendo sobre sus hombros el agobio de tanta responsabilidad, avanzaba por la vida con cautela, evitando todos los riesgos pero también al mismo tiempo el disfrute y la felicidad. A los treinta y cinco años hallaba en su alma el anhelo insatisfecho de placeres y del amor, y ya la amargura de no haber gozado de ellos, y dentro de su cabeza un gran miedo a sí mismo y a la debilidad propia de su carácter, en realidad más bien adivinada que conocida por experiencia.
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—¡Qué raro! Nunca nadie me había hablado así.
No había entendido, y le alagaba verlo asumiendo un papel que no era de su incumbencia: el de alejar de ella un peligro. El afecto que él le brindaba tomó así un cariz dulcemente fraternal.
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Inicio de: Svevo, Italo, Senectud (Acantilado, 2006). Traducción de Carmen Martín Gaite. |