sábado, 14 de enero de 2017

De inicios

Ya la primera vez que habló con ella, quiso dejar claro en seguida que no tenía intención de comprometerse en una relación demasiado seria. Vino a decirle, más o menos:
—Te quiero mucho y desearía, por tu propio bien, que nos pusiéramos de acuerdo para proceder con pies de plomo.
Había tanta prudencia en aquella frase que resultaba difícil creerla dictada por el amor a otro; con un poco más de sinceridad, habría podido ser enunciada en estos términos:
—Mira, me gustas mucho, pero nunca pasarás de ser un juguete en mi vida. Tengo yo otras obligaciones, mi profesión, mi familia...
¿Su familia? No tenía más que una hermana, la cual ni física ni moralmente le suponía un problema; menuda, pálida y, aunque algunos años más joven que él, más vieja por manera de ser o quién sabe si por destino. De los dos, el joven y el egoísta era él, y ella, como una madre que, olvidándose de sí misma, le hubiera dedicado su vida. Lo cual no impedía que hablase de su hermana como de un destino ligado al suyo y pensando encima de él. Y así, sintiendo sobre sus hombros el agobio de tanta responsabilidad, avanzaba por la vida con cautela, evitando todos los riesgos pero también al mismo tiempo el disfrute y la felicidad. A los treinta y cinco años hallaba en su alma el anhelo insatisfecho de placeres y del amor, y ya la amargura de no haber gozado de ellos, y dentro de su cabeza un gran miedo a sí mismo y a la debilidad propia de su carácter, en realidad más bien adivinada que conocida por experiencia.
[...]
—¡Qué raro! Nunca nadie me había hablado así.
No había entendido, y le alagaba verlo asumiendo un papel que no era de su incumbencia: el de alejar de ella un peligro. El afecto que él le brindaba tomó así un cariz dulcemente fraternal.
[...]


Inicio de: Svevo, Italo, Senectud (Acantilado, 2006).
Traducción de Carmen Martín Gaite.



sábado, 26 de noviembre de 2016

El interrogatorio


¿Cómo se llama?
—Porfirio.
¿Quiénes son sus padres?
—Antonio y Margarita.
¿Dónde nació?
—En América.
¿Qué edad tiene?
—Treinta y tres años.
¿Soltero o casado?
—Soltero.
¿Oficio?
—Albañil.
¿Sabe que se le acusa de haber dado muerte a la hija de su patrona?
—Sí, lo sé.
¿Tiene algo más que declarar?
—Que soy inocente.
El juez entonces mira vagamente al acusado y le dice:
—Usted no se llama Porfirio; usted no tiene padres que se llamen Antonio y Margarita; usted no nació en América; usted no tiene treinta y tres años; usted no es soltero; usted no es albañil; usted no ha dado muerte a la hija de su patrona; usted no es inocente.
—¿Qué soy entonces? —exclama el acusado.
Y el juez, que lo sigue mirando vagamente, le responde:
—Un hombre que cree llamarse Porfirio; que sus padres se llaman Antonio y Margarita; que ha nacido en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que ha dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente.
—Pero estoy acusado —objeta el albañil—. Hasta que no se prueben los hechos, estaré amenazado de muerte.
—Eso no importa —contesta el juez, siempre con su vaguedad característica—. ¿No es esa misma acusación tan inexistente como todas sus respuestas al interrogatorio? ¿Como el interrogatorio mismo?
—¿Y la sentencia?
—Cuando ella se dicte, habrá desaparecido para usted la última oportunidad de comprenderlo todo —dice el juez, y su voz parece emitida como desde un megáfono.
—¿Estoy, pues, condenado a muerte? —gimotea el albañil—. Juro que soy inocente.
—No; acaba usted de ser absuelto. Pero veo con infinito horror que usted se llama Porfirio; que sus padres son Antonio y Margarita: que nació en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que está acusado de haber dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente; que ha sido absuelto, y que, finalmente, está usted perdido.

1945


PIÑERA, Virgilio. Extraído de Un fogonazo, 1987


sábado, 16 de julio de 2016

Carmen

Hoy es mi día. Es mi día por cosas de familia. Mis abuelas, las dos, se llamaban Carmen. Ahora no está ninguna. Una murió allá por los años 60, vete a saber por qué enfermedad de pobre murió, pero murió, y no la conocí. La otra, hace cuatro años, a ella la conocí mucho, tanto que daría envidia.
Mi abuela Carmen, la mayor, era una mujer con una vida miserable. Una mujer por decir algo, porque era tratada como ganado. O eso he podido yo deducir, porque lo que es saber aquí nadie sabe nada, todo en esa familia son rumores y recuerdos desprovistos de gravedad gracias al tiempo.
Mi abuela Carmen, la menor, era una mujer con una vida miserable. Desconocía el sentido de la felicidad. Mi abuela Carmen sonrió, delante de mí, un día, allá por 2009 o 2010, un día en que su bisnieto que comenzaba a andar salió corriendo a sus brazos y ella sonrió. Se hizo un silencio general, o eso recuerdo yo, igual el silencio estaba solo en mí, que la miraba asombrada y que a pesar de ser un caso insólito, esa sonrisa suya es la imagen que retengo.
Mis abuelas, Cármenes, eran mujeres de su tiempo, eran mujeres de mi tiempo, eran mujeres a las que yo perdonaría el resentimiento, porque mis abuelas ni siquiera sabían que tenían vidas miserables. Mis abuelas creían que la vida de la mujer era eso, esa esclavitud continua, esa ausencia del deseo propio, ese horrible estar en el mundo esperando a que los días pasen y que se acabe la vida. Sin ningún propósito, sin sueños.
Pero mis abuelas Cármenes, tendrían sueños, quizá el problema es que a nadie les importaba, o eso pensaban ellas, quizá el problema es que nadie las enseñó nunca a detectar esos sueños, y mucho menos (¡impensable!) a seguirlos.
Mi madre me ha contado muchas veces que la elección de mi nombre fue por mi abuela Carmen, la mayor. Aunque a la otra le encantaría la idea, supongo. Me pusieron el nombre estigma, el nombre de Carmen, el nombre lógico de la mujer española, el nombre que carga con la Carmen de España que se regocija de no ser la Carmen de Bizet.
A mí, como Carmen, me ha tocado recoger las Cármenes de mis abuelas y devolverlas al mundo en forma de Carmen maquillada, Carmen moderna, Carmen con carrera, Carmen con sueños, con risas, con deseos, con futuro y con perspectiva.

Pero pasan los años y Carmen pesa, como pesa España, como pesa mi tiempo y el tiempo de mis abuelas. Y Carmen sigue siendo Carmen.

jueves, 17 de marzo de 2016

Se querían

Se querían.
Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz.
Se querían como las flores a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo aquel beso.
Se querían de noche, cuando los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que llega y toca.
Se querían de amor entre la madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a diente solo.
Se querían de día, playa que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos que se levantan de la tierra y flotando…
Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.
Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.
Amando. Se querían como la luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen sin música.
Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio, silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.
Vicente Aleixandre, en La destrucción o el amor (1935).

jueves, 30 de julio de 2015

Otros espejos

Él se asustó cuando a ella empezaron a sudarle las manos una tarde en que se besaban en el cine. Le pareció excesivo que lo esperase de madrugada a la puerta de su apartamento, soportando la humillación de verlo venir riéndose y abrazado a otras. Lo incomodaba que se hiciera la encontradiza en los bares, que le montara escenas de celos que espantaban a sus amigos. Casi la despreció cuando ella se le arrodilló en mitad de la calle —los coches pitaban, divertidos o indignados— jurándole fidelidad eterna (y lo hizo muchas veces). Cuando él, entre curioso y halagado, dejó de tenerle miedo y le dio el sí, ella se echaba a llorar cada vez que lo hacían, lo que a todas luces se le antojaba excesivo. Y aunque se fueron a vivir juntos, él siguió contemplando con distancia e ironía sus manifestaciones de pasión, y no perdía oportunidad de martirizarla con sarcasmos, hasta que, cansada o convencida, ella comenzó a aceptar las ideas de él, a hacer suyos los razonables discursos sobre los intereses compartidos de aquello que los unía, de modo que se centró en sus estudios y encontró trabajo, un puesto exigente que la mantenía lejos todo el tiempo, y eligió su propio círculo  de amistades, de la misma manera que ya había empezado a decidir cómo vestirse sin consultarle, mientras él iba volviéndose hogareño y sentimental y a menudo se quedaba mirándola en silencio, presa de una indecible ternura, y no había fin de semana que no le escondiera por los rincones del hogar alguna sorpresa, algún regalo, algún detalle. En una ocasión ella le anunció que se marchaba de viaje con unos amigos; que le apetecía, y que no debía poner ningún impedimento. Otro día se despidió sin darle un beso; al siguiente lo saludó de vuelta con una mirada distraída. Su sentimiento crecía con cada nueva manifestación de desapego, y aunque al principio, por abnegación y orgullo, se mantenía callado, no tardó en expresarle su decepción y en aturdirla con letanías que a ella le resultaban francamente fastidiosas. Ella se alejaba, se alejaba, y él acudía a espiarla en secreto a la salida del trabajo, soportando la humillación de verla aparecer rodeada de hombres. Una noche, desesperado, le dijo que la necesitaba, y ella se echó a reír con una mueca descreída. Por la mañana se cortó mientras se afeitaba y dibujó con la sangre un corazón traspasado en el espejo del cuarto de baño, y cuando ella miró el espejo llena de asco y miedo y desdén, él pensó, con la maquinilla todavía en la mano, que el cielo en un infierno cabe, y que todo el sufrimiento del mundo era bien poca cosa comparado con la intensidad de su amor.



Cuento extraído de: Jesús Ortega, Calle Aristóteles, Cuadernos del Vigía, 2011.


Guillermo Pérez Villalta - Las lágrimas de Narciso (2006)