jueves, 16 de enero de 2014

La aventura de dos esposos

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que acaba a las seis. Para regresar a casa tenía un largo trayecto que hacía en bicicleta con el buen tiempo y en tranvía en los meses lluviosos e invernales. Llegaba a casa entre las siete menos cuarto y las siete, es decir, unas veces un poco antes, otras un poco después de que sonase la alarma de su mujer, Elide. 
A menudo los dos ruidos: el sonido del despertador y los pasos de él que entraba se superponían en la mente de Elide, alcanzándola al final del sueño, el último sueño denso de la mañana que ella intentaba exprimir todavía unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba de la cama de un salto y metía los brazos a tientas en la bata, con todo el pelo en los ojos. Se aparecía así, en la cocina, donde Arturo estaba sacando los recipientes vacíos de la bolsa que se llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los dejaba en el fregadero. Ya tenía encendida la hornilla y había puesto el café. En cuanto él la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo y abría los ojos con fuerza, como si siempre se avergonzase un poco de esta primera imagen que el marido tenía de ella al entrar en casa, siempre desarreglada, con la cara medio adormilada. Cuando dos personas han dormido juntos es otra cosa, se reencuentran por la mañana evocando el mismo sueño, son iguales.
A veces , sin embargo, era él el que entraba en la habitación a despertarla, con la taza de café, un minuto antes de que sonase la alarma; entonces todo era más natural, para salir del sueño su gesto tomaba una especie de dulzura perezosa, los brazos que se alzaban para estirarse, desnudos, acababan por rodearlo del cuello. Se abrazaban. Arturo llevaba puesto el impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía o había niebla o nevaba, según lo frío o lo húmedo que estaba. Pero igual le decía: —¿Qué tiempo hace? —y él refunfuñaba medio irónico y detallaba los inconvenientes que le habían ocurrido, comenzando por el final: el camino en bici, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía cuando había entrado la noche anterior, y las cosas del trabajo, los rumores que corrían, etcétera.
A aquella hora, la casa estaba siempre poco caldeada pero Elide se había desnudado tiritando un poco y se lavaba en el pequeño cuarto de baño. Detrás venía él, con más calma se desnudaba y se lavaba también, lentamente se quitaba de encima el polvo y el olor del taller. Así estando los dos delante del lavabo, medio desnudos, un tanto entumecidos, dándose de vez en cuando un empujón, quitándose de las manos el jabón, el dentífrico y diciéndose las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza y, a veces, quizá ayudándose recíprocamente a darse por la espalda, se insinuaba una caricia y se abrazaban.
Pero de repente Elide: —¡Dios! ¡Qué hora es ya! —y corría a ponerse las medias, la falda, todo deprisa, de pie y con el cepillo arriba y abajo por el cabello, acercaba la cara al espejo de la cómoda, con las horquillas sujetas con los labios. Arturo llegaba por detrás, había encendido un cigarrillo y la miraba de pie, fumando y parecía enloquecer cada vez más de tener que estar allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y la oía correr escaleras abajo.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide bajar los peldaños y cuando ya no podía oírla la seguía con la mente, aquel trote veloz por el vestíbulo, el portón, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, sin embargo, lo sentía bien: chirriar, frenar y la sacudida de la tarima de cada persona que subía. “Ahí está, lo ha cogido”, pensaba y veía a su mujer atrapada en medio de la locura de obreros y obreras del “once” que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba el cigarro, bajaba las persianas y, todo oscuro, se metía en la cama.
Aquí la foto
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero su lado, el de Arturo, estaba casi intacto, como si lo acabasen de estirar. Él se colocaba en su lado, pero pronto alargaba una pierna hacia la otra parte, donde se había quedado el calor de su mujer, después alargaba también la otra pierna, y así, poco a poco, se acomodaba en la parte de Elide, en aquel remanso de calor que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando Elide volvía, de noche, Arturo ya hacía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa y había puesto algo al fuego. Algunas labores las hacía él en aquellas horas antes de la cena, como hacer la cama, barrer un poco, incluso poner a lavar la ropa. Elide después se lo encontraba todo mal hecho, pero él, a decir verdad, no ponía ningún cuidado: lo que hacía era solo una especie de ritual para esperarla, casi un ir a su encuentro quedándose entre las paredes de casa, mientras fuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de aquella imagen anacrónica de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra de noche.
Al final sentía los pasos por la escalera, distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide salía cansada del trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al descansillo, le quitaba la bolsa de la mano y entraban hablando. Ella se tiraba en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él recogía la compra. Después: —Venga, preparémonos —decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo y se ponía ropa de casa. Empezaban a preparar la comida: la cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para la pausa de la una de la noche, el desayuno que tenía que llevarse ella la mañana siguiente y la comida que dejaban preparada para cuando él al día siguiente se levantase.
Ella ya hacía cosas ya se sentaba en la silla de paja y le decía a él lo que tenía que hacer. Él, sin embargo, como era la hora en la que estaba descansado, se prestaba encantado, es más quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otro sitio. En esos momentos a veces llegaban a un punto de chocar, de decirse alguna palabra fea, porque ella lo habría querido más atento a aquello que hacía, que pusiese más empeño, o bien que estuviese más pegado a ella, le estuviera más cercano, le diese más consuelo. Sin embargo, él, después del primer entusiasmo porque ella había llegado, estaba ya con la cabeza fuera de casa, con la mente en acabar rápido porque tenía que irse.
Preparada la mesa, puestas todas las cosas a mano para no tener que levantarse, llegaba el momento de la tristeza que les daba a los dos de tener tan poco tiempo para estar juntos y casi no conseguían ni llevarse la cuchara a la boca, de las ganas que tenían de estar juntos.
Pero no se había tomado todavía todo el café y él ya estaba detrás de la bicicleta para revisar si estaba todo en orden. Se abrazaban. Arturo parecía que solo entonces entendiese como era de suave y cálida su esposa. Pero se cargaba sobre el hombro la cadena de la bici y bajaba con cuidado las escaleras.
Elide lavaba los platos, revisaba la casa de punta a punta, las cosas que había hecho el marido, sacudiendo la cabeza. Ahora él recorría las calles oscuras, entre los raros faroles, quizá habría pasado ya la gasolinera. Elide se iba a la cama y apagaba la luz. En su lado, acostada, estiraba un pie sobre el lado de su marido para buscar su calor, pero siempre se daba cuenta de que el suyo estaba más cálido, señal de que también Arturo había dormido allí y le invadía una gran ternura.



Título original del cuento "L'avventura di due sposi"
de Calvino, Italo. Gli amori difficili. Milán: Mondadori, 2007 (1993). 

Traducción mía. Pido disculpas.