domingo, 6 de abril de 2014

Las cosas del reír


A mi amigo S. P.

Tengo un amigo que me hace reír. Procura hacerme reír y yo intento hacerle reír. A diario. Nos hacemos reír. A veces hablamos de cosas serias y de películas y de libros, pero casi siempre hablamos por hacernos reír. Nos contamos chistes o anécdotas o criticamos a alguien, siempre en tono de humor, por hacernos reír.
Mi amigo
Me encantaría estar enamorada de alguien como mi amigo. Pero no. Mi amigo es inteligente, elegante y cultísimo. La relación que tenemos es siempre positiva y laxa, nunca hay mal rollo ni sutilezas y lo busco porque necesito esa parte de humor que aporta siempre, aunque sea absurdamente pesimista y su humor bastante negro. Me encanta que lo sea, el humor negro requiere de una sensibilidad inteligente muy alta y me halaga que mi amigo crea que puede reírse conmigo.
El hombre al que amo no me hace reír igual. Me río de otra forma. Sin embargo, el alma se conmueve cada vez que hablo con él, y en las pocas veces que hemos bromeado la risa se mezcla con una extraña euforia de haber alcanzado la felicidad. Reír con él es alcanzar la perfección. Pero él no se ríe. Para él hay muchas cosas banales que no merecen su tiempo. Me gusta que sea así porque a mí siempre me insta, sin decirlo, a preocuparme de las cosas importantes. Pero me hubiese gustado que en el tiempo en que estuvimos juntos se hubiese acercado un poco a ese precioso placer de perder el tiempo por pura diversión, a exprimir una broma hasta dejarla seca, a encontrar más ventajas que desventajas en la culpa por perder el tiempo.

Yo
Cuando a mi amigo le hablo del hombre al que amo se pone serio. Él no me lo dice pero sé que piensa que no tiene sentido del humor. Pero sí que lo tiene, es su sentido de la responsabilidad el que no le deja entregarse al humor y al placer de la diversión. Y mi amigo y yo hacemos bromas sobre el absurdo interés que tenemos en seguir bromeando, y lo bien que nos iría si fuésemos trabajadores y no dedicásemos tanto tiempo a reírnos. Pero es que sé que tanto mi amigo como yo sentimos una felicidad infinita en ese pequeño momento diario de hacernos reír.
Y al final, imagino que el hombre de mi vida debería estar conmigo y ser siempre como es y admitir que quien me hace reír es mi amigo. Y que yo necesito reír para estar bien. Y que sin soltar una carcajada al día no podría soportar el ritmo de vida que él exige.
O bien, yo debería entender que jamás nos entenderíamos, que la forma de entender la vida es muy distinta para cada uno, su practicidad y su responsabilidad están para mí en otro nivel y mi necesidad de frivolizar y bromear para él no ocupan más que diez minutos del sábado por la noche.
Como el hombre de mi vida no quiere estar conmigo, yo estoy pasando un luto absolutamente destructivo. Alejándome de mí misma y perdiendo la dignidad. Pero mi amigo sigue haciéndome reír y me salva. Y cuando tengo ganas de llorar busco un chiste y se lo mando y él suelta un exabrupto y me alegra el día, y el luto se disuelve durante unos minutos.
          El día que mi amigo me abandone al otro lado de la risa, la herida será, esa sí, incurable.

miércoles, 2 de abril de 2014

Diario de Lucena VI. El colegio

El domingo pasado estuve en una convivencia de padres y alumnos del colegio de mi sobrino (fuimos también algunos tíos, como puede verse). Fui por algo emocional que no sabía muy bien qué era. Ese colegio es el mismo en el que yo estuve desde los cuatro años hasta los once. La escuela. También estuvieron mis hermanos. Ellos salieron de allí con catorce, cuando había EGB, cuando yo entraba salía mi hermano que tiene pfff de años más que yo. 
Cuando nosotros estábamos allí todos los años se jugaba un partido de fútbol entre maestros y alumnos. Los alumnos, claro, tenían entonces trece o catorce años. Este año se programó un partido entre padres y maestros. Allí que fui yo a mirar. Aunque el colegio ha cambiado muchísimo (han puesto un pabellón cubierto donde antes había una pista de volei y un edificio para el comedor donde antes había un campo de fútbol de albero) siguen estando las escaleras en el mismo sitio, las pistas centrales, el parvulario pintado del mismo amarillo, las mismas persianas de clases al patio, la misma fuente en la esquinita, los mismo árboles. En fin, a lo que iba, entre los maestros, equipo que tuvo que ser reforzado por algún que otro padre, había uno que me había dado clase a mí. Llegó al colegio cuando yo cursaba quinto, creo, durante esos dos años finales fue mi maestro de Educación Física. La verdad es que gracias a él yo encontré y canalicé todas mis habilidades para el deporte (luego las volví a descanalizar cuando descubrí tantos años después la cerveza --y el tabaco--). Cuando cambié el colegio al instituto de secundaria una compañera y yo volvíamos cada tanto tiempo a ver a Rafa, al maestro, después nos hicimos mayores y dejamos de hacerlo.
Mi hermano
Mi hermano jugando contra mi maestro, como aquellos partidos que se hacían entonces, que tantas veces había visto yo cuando mis hermanos eran alumnos. Mi hermano y otros de los padres compartieron también esa pista durante los recreos de hace más de veinte años, para mí hace quince más o menos, mi sobrino (que acaba de entrar) miraba también a mi lado sin imaginar nada de todo esto. Al acabar el partido me acerqué a Rafa. Él me miró un segundo perplejo y me reconoció. Nunca, en mi edad adulta, había hablado con esa persona, el recuerdo no me dejaba muy bien saber quién era o cómo era, solo sabía que lo que el sentimiento --que tiene mucha más memoria me la mente-- me transmitía. Hablamos un rato y apareció mi hermano. Los presenté, Rafa me aduló delante de mi hermano, mi hermano me aduló delante de Rafa (con esa forma de adulación extraña que tenemos en el sur que es demostrar el cariño con ironías, con falsas quejas o casi con insultos). "No digas muchas más cosas, Rafa, que mi hermano se está hinchando", dije. Dentro quizá de veinte años, mi sobrino vivirá algo parecido si el colegio aún resiste en pie y si. Quizá entonces le contemos con nostalgia de ancianos (que no lo seremos, pero así se cuentan siempre los recuerdos infantiles) aquellos años y quizá también este día de fluctuación.


CPIP El Prado

CPIP El Prado


El colegio volvió a mí de otra manera. El pasado fue volviendo y la mente me ha ido pasando durante estos días por muchos otros episodios. Mis hermanos pequeños que eran siempre mayores para mí, mis amigos de entonces y los que aún continúan, las pequeñas anécdotas que no sé porqué recuedo, aquellos maestros; el instituto, mi carácter, mi osadía, mi hiperactividad, la conciencia de mí que tenían los demás, las decepciones, los cambios.

Me gustaba aquella niña. Tenía cosas horribles que en mi familia recuerdan con absoluta nitidez, pero yo recuerdo otras cosas, las cosas buenas que han desaparecido en la mujer adulta que soy ahora. No siempre "de aquellos barros, estos lodos", no siempre.

A veces un lugar puede llegar a ser un Aleph propio.