miércoles, 5 de febrero de 2014

Empatía y egoísmo II

La putada del abandono de la piedad como sociedad moderna es que dejamos en el camino la solidaridad y sobre todo la empatía. 
Cuando era una ferviente cristiana, practicante y creyente, participaba de una falacia preciosa. Pensaba que me equivocase o actuase mal (siempre por error, porque yo era como todas las criaturas del señor, buena, y cuando era mala era porque estaba equivocada) habría al final un perdón, al final Final, pero es que mientras llegaba ese final yo seguiría disfrutando de la piedad y la consideración de dios (Dios, sí, pero mejor dios), a veces era mi madre quien me consolaba el alma, a veces una amiga, a veces yo misma que era capaz de apoyarme en lo que me interesaba de la ley de cristo (sic, otra vez) para perdonarme, justificarme y, casi siempre, victimizarme.
Lo de victimizarme me sigue saliendo bastante bien, por cierto, y si no que se lo digan a algún tipo a quien intenté querer que me lo seguirá reprochando el resto de mis días. Pero eso es lo de menos. Quiero decir que ahora que soy atea (sí, yo no soy agnóstica, yo soy atea, me da pereza pensar en un ser superior o inferior o como sea el ser o el todo) y los valores sociales no responden a la divina naturaleza humana empiezo a cansarme un poco de todo. Antes alguien tenía que consolarme, porque dios así lo manda. Y yo acababa también por consolar a gente, intentaba no hacer sentir mal a nadie (no hagas al prójimo lo que...), intentaba cosas que no siempre salían, eso es cierto, porque a veces consolabas o animabas a gente que sabías que se equivocaba, pero tú, porque tienes que hacer eso, consolabas.
Es parte de la empatía actual, quizá también parte de una reminiscencia de aquella omnipresente ley de dios, pensar en cómo te sentirías tú si te equivocaras y no dejar que ese sentimiento inunde al otro. Es decir, la solidaridad es parte de la empatía, y no siempre responde a buenos sentimientos si no a un egoísmo descentrado, no obstante, el ser fuerte y sin piedad gana adeptos, es bien visto, es admirado, y nunca es despreciado o repudiado.
En los últimos días he visto a gente que carece por completo de empatía, de ese tipo de empatía --aunque se declaran solidarios y abogados de los pobres--, que atacan sin ton ni son al otro. Esta gente que carece de empatía es siempre fuerte y segura y ha de serlo porque carece de la debilidad que procura la piedad y el conocimiento de las penas y los miedos del otro. Esa gente fuerte hace que la gente empática sea débil por un lado, y sufra por otro, pero no solo eso; es decir, el débil empatiza con el dolor del fuerte, que obviamente si se ha sentido atacado ataca, porque duele, y se defiende, el débil empata, como digo, y el fuerte aprovecha esa exhibición de debilidad para atacar (se me perdonen las redundancias y la tautología). Pero eso es así y el débil ha de saber que, por mucho que sienta esa empatía y esa solidaridad para con el fuerte que sufra, no debe meterse en el primer proceso de consolación porque sale escaldado --¡ah, quimera: si es el débil!--, sin embargo, llega la parte que sorprende también al débil: él, machacado y hundido, remonta el vuelo y comienza solo; el fuerte, dolido y fortalecido gracias al hundimiento del débil que él mismo ha provocado, recibe además palmaditas en la espalda, gestos de cariño, de consolación, de solidaridad, de... ¿de qué? 

Los débiles quedan excluidos para siempre de cualquier bondad que se le escape al sentimiento social moderno carente de las obligaciones divinas, esas bondades que aparecen de vez en cuando como por error son reservadas para y acumuladas en la nómina del fuerte.
Siempre, de toda la vida del señor, el reino de los cielos (¡sic!) es para los fuertes; los buenos no existen, son los padres.


Neptuno y Tritón (detalle). Bernini. 1620-1623.
Victoria and Albert Museum de Londres.


Quizá me ha salido un post un poco autoayuda, algo facilón y autocompasivo (aunque yo no he dicho que sea el débil, ¿o sí?). Pero aún siento más haber sido tan políticamente correcta e incorrecta, a la vez, que mi progresismo y mi izquierdismo se pongan en duda, porque para ser un progresista guay y esnob hay que ser fuerte e impío (falto de piedad y contrario a la religión, los dos impíos). Las tendencias están cambiando, quizá.

Bueno, tenía que escribirlo.

lunes, 3 de febrero de 2014

Alice Munro y toda la humanidad


Cuando alguien me ha preguntado por Alice Munro —o cuando he querido explicar todo lo que me produce su lectura en pocas palabras— siempre, aun quedándome corta, la explicación ha virado hacia la certeza de que lo que la hace especial es que habla de la particularidad, de lo sutil, esa forma que tiene de hablar de lo común o lo cotidiano. Pero no solo es eso.
Jesús Ortega escribió en Tendecias 21 con motivo del Nobel: “Sus personajes, sus seres corrientes como tú y como yo, sus mujeres inolvidables, alcanzan siempre una suerte de revelación sobre sí mismos, por grave o modesta que sea, o la revelación permanece escondida para ellos y son los lectores los que la encuentran”. O también: “A Alice Munro le interesa la vida, le apasionan los seres humanos”.

Ayer, leyendo uno de sus cuentos, reparé en que Munro habla de eso pero porque habla de todo. Habla de todo lo que son los seres humanos desde siempre, de la humanidad, de toda la colectividad social encerrada en la sensibilidad extrema de gestos, miradas y reflexiones aparentemente cotidianas, aparentemente banales. Aparentemente. Porque Alice Munro trabaja ese lugar común al que puede acceder tanto el cirujano como la peluquera, el albañil de pueblo o la abogada de ciudad; el lector y el escritor. Es un lugar común al que hemos llegado y nadie sabe cómo, por el simple hecho de existir y relacionarnos.
Este es el pasaje aparentemente insulso y manido, el que cuenta la historia de la humanidad y de la psique humana desde que el mundo es mundo (toma ahí):

En el aparcamiento había un solo coche. Mike se bajó y fue al despacho a pagar mi entrada.
Yo nunca había estado en un campo de golf. Había visto partidos por televisión, una o dos veces y nunca por decisión propia, y tenía la vaga idea de que a ciertos palos se los llamaba hierros, o a ciertos hierros palos, que uno en especial era el niblick y el campo se llamaba link. Cuando le dije eso a Mike, contestó:
—A lo mejor te aburres espantosamente.
—Si me aburro me daré un paseo.
Eso pareció gustarle. Me apoyó en el hombro una mano cálida y dijo:
—Verás cómo te dan ganas.
Mi ignorancia no importaba —desde luego que no tuve que hacer de caddy— y no me aburrí. Mi única tarea era seguir a Mike por donde fuera y mirarlo. En realidad ni siquiera tenía que mirarlo. Podría haber mirado los árboles que bordeaban el campo; eran unos árboles altos de copa plumosa y tronco esbelto, de cuyo nombre yo no estaba segura —¿acacias?— agitados de vez en cuando por un viento que allí abajo no se sentía. También había bandadas de pájaros, mirlos o estorninos, que volaban con una urgencia comunitaria, aunque sólo de una copa a otra. Recordé entonces que eso hacían los pájaros; en agosto o a fines de julio empezaban a celebrar bulliciosas reuniones en masa, preparándose para volar al sur.
De vez en cuando Mike hablaba, pero rara vez a mí. No había necesidad de que yo respondiera, y de hecho no habría podido hacerlo. Me pareció, sin embargo, que hablaba más que si hubiera estado jugando sin compañía. Sus palabras inconexas eran reproches, elogios prudentes o advertencias para él mismo, y en ocasiones no eran casi palabras sino esos sonidos que quieren comunicar un significado, y lo comunican, en la larga intimidad de las vidas vividas en cercanía voluntaria.Se suponía pues que yo debía hacer eso: proporcionarle una noción de sí amplificada, extendida. Una noción más cómoda, podría decirse, un sentido tranquilizador de la soledad propia por donde cada humano se mueve sin hacer ruido. De haber sido yo un hombre, él no habría tenido la misma expectativa, o la solicitud no habría sido tan natural y espontánea. Tampoco si hubiera sido una mujer con quien no creía tener un vínculo establecido.
Todo eso no era producto de mi imaginación. Estaba allí, entero, en el placer que me inundaba mientras caminábamos por el link. Las dolorosas descargas de deseo que me habían recorrido por la noche se habían domesticado y limitado a una delicada llama piloto, atenta, conyugal. Yo lo observaba colocarse, elegir, calcular, ojear, balancearse, y luego miraba el trayecto de la pelota, que a mí me parecía siempre triunfal y a él problemático, hasta el lugar del reto siguiente, de nuestro futuro inmediato.
Caminábamos casi sin hablar. ¿Lloverá?, decíamos. ¿No has sentido una gota? A mí me pareció que sí. A lo mejor no. No era la típica y dudosa charla sobre el tiempo; pertenecía al contexto del juego. ¿Crees que acabaremos la vuelta?
El caso fue que no la acabamos. Hubo una gota de lluvia —indudablemente una gota—, luego otra y por fin un golpeteo. Por encima del campo, Mike miró hacia donde las nubes habían cambiado de color, del blanco al azul plomizo, y sin especial alarma ni decepción dijo:
—Aquí está nuestra lluvia.
Luego se puso a ordenar metódicamente la bolsa.




Fragmento de "Ortigas".

Munro, Alice. Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Traducción de Marcelo Cohen. Barcelona: RBA Libros, 2010