Cuando alguien me ha preguntado por Alice Munro —o cuando he querido explicar todo lo que me produce su lectura en pocas palabras— siempre, aun quedándome corta, la explicación ha virado hacia la certeza de que lo que la hace especial es que habla de la
particularidad, de lo sutil, esa forma que tiene de hablar de lo común o lo
cotidiano. Pero no solo es eso.
Jesús Ortega escribió en Tendecias 21
con motivo del Nobel: “Sus personajes, sus seres corrientes como tú y como yo,
sus mujeres inolvidables, alcanzan siempre una suerte de revelación sobre sí
mismos, por grave o modesta que sea, o la revelación permanece escondida para ellos
y son los lectores los que la encuentran”. O también: “A Alice Munro le
interesa la vida, le apasionan los seres humanos”.
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Ayer, leyendo uno de sus cuentos, reparé
en que Munro habla de eso pero porque habla de todo. Habla de todo lo que son
los seres humanos desde siempre, de la humanidad, de toda la colectividad
social encerrada en la sensibilidad extrema de gestos, miradas y reflexiones
aparentemente cotidianas, aparentemente banales. Aparentemente. Porque Alice
Munro trabaja ese lugar común al que puede acceder tanto el cirujano como la
peluquera, el albañil de pueblo o la abogada de ciudad; el lector y el escritor.
Es un lugar común al que hemos llegado y nadie sabe cómo, por el simple hecho
de existir y relacionarnos.
Este es el pasaje aparentemente insulso
y manido, el que cuenta la historia de la humanidad y de la psique humana desde
que el mundo es mundo (toma ahí):
En el aparcamiento había un solo coche. Mike se bajó y fue al despacho a pagar mi entrada.
Yo nunca había estado en un campo de golf. Había visto partidos por televisión, una o dos veces y nunca por decisión propia, y tenía la vaga idea de que a ciertos palos se los llamaba hierros, o a ciertos hierros palos, que uno en especial era el niblick y el campo se llamaba link. Cuando le dije eso a Mike, contestó:
—A lo mejor te aburres espantosamente.
—Si me aburro me daré un paseo.
Eso pareció gustarle. Me apoyó en el hombro una mano cálida y dijo:
—Verás cómo te dan ganas.
Mi ignorancia no importaba —desde luego que no tuve que hacer de caddy— y no me aburrí. Mi única tarea era seguir a Mike por donde fuera y mirarlo. En realidad ni siquiera tenía que mirarlo. Podría haber mirado los árboles que bordeaban el campo; eran unos árboles altos de copa plumosa y tronco esbelto, de cuyo nombre yo no estaba segura —¿acacias?— agitados de vez en cuando por un viento que allí abajo no se sentía. También había bandadas de pájaros, mirlos o estorninos, que volaban con una urgencia comunitaria, aunque sólo de una copa a otra. Recordé entonces que eso hacían los pájaros; en agosto o a fines de julio empezaban a celebrar bulliciosas reuniones en masa, preparándose para volar al sur.
De vez en cuando Mike hablaba, pero rara vez a mí. No había necesidad de que yo respondiera, y de hecho no habría podido hacerlo. Me pareció, sin embargo, que hablaba más que si hubiera estado jugando sin compañía. Sus palabras inconexas eran reproches, elogios prudentes o advertencias para él mismo, y en ocasiones no eran casi palabras sino esos sonidos que quieren comunicar un significado, y lo comunican, en la larga intimidad de las vidas vividas en cercanía voluntaria.Se suponía pues que yo debía hacer eso: proporcionarle una noción de sí amplificada, extendida. Una noción más cómoda, podría decirse, un sentido tranquilizador de la soledad propia por donde cada humano se mueve sin hacer ruido. De haber sido yo un hombre, él no habría tenido la misma expectativa, o la solicitud no habría sido tan natural y espontánea. Tampoco si hubiera sido una mujer con quien no creía tener un vínculo establecido.
Todo eso no era producto de mi imaginación. Estaba allí, entero, en el placer que me inundaba mientras caminábamos por el link. Las dolorosas descargas de deseo que me habían recorrido por la noche se habían domesticado y limitado a una delicada llama piloto, atenta, conyugal. Yo lo observaba colocarse, elegir, calcular, ojear, balancearse, y luego miraba el trayecto de la pelota, que a mí me parecía siempre triunfal y a él problemático, hasta el lugar del reto siguiente, de nuestro futuro inmediato.
Caminábamos casi sin hablar. ¿Lloverá?, decíamos. ¿No has sentido una gota? A mí me pareció que sí. A lo mejor no. No era la típica y dudosa charla sobre el tiempo; pertenecía al contexto del juego. ¿Crees que acabaremos la vuelta?
El caso fue que no la acabamos. Hubo una gota de lluvia —indudablemente una gota—, luego otra y por fin un golpeteo. Por encima del campo, Mike miró hacia donde las nubes habían cambiado de color, del blanco al azul plomizo, y sin especial alarma ni decepción dijo:
—Aquí está nuestra lluvia.
Luego se puso a ordenar metódicamente la bolsa.
Fragmento de "Ortigas".
Munro, Alice. Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Traducción de Marcelo Cohen. Barcelona: RBA Libros, 2010
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