domingo, 20 de abril de 2008

La soledad de Nefertiti

La segunda parte de Las zapatillas verdes, por Cristina Monteoliva:

Mírale: ahí va de nuevo ese holgazán de tres al cuarto, tan despistado como siempre, con esa cara de bobo, que no la tendría mejor puesta si la mandara hacer por encargo. No tiene ni dos tortas, como diría mi padre. ¡Menudo elemento está hecho!
Me gustaría saber porqué le ha dado por pasar todos los santos días por debajo de mi balcón, como si el pueblo no tuviera más calles por las que transitar. Me acaba de arruinar la tarde tan buena que estaba pasando yo aquí, en mi terracita, tomando el solano. ¡Maldito idiota!
Antes, no salía casi nunca. Decía que iba de paseo, pero la verdad es que te costaba la misma vida sacarlo del quicio de la puerta. Ni cine, ni tapas, ni discotecas... ¡ni nada de nada! Llegaba el verano y no me llevaba ni un maldito día a la playa, con lo que me gusta lucir tipazo en bikini. Pasaban las fiestas, y no me había llevado ni una vez a montarme en los cacharros, ni a ver a David de María en concierto. Nos pasábamos la vida en su casa o en la mía, la cosa no podía ser más aburrida. Ni siquiera mis tatarabuelos tuvieron un noviazgo tan anodino.
Aunque, ahora que lo pienso, pasábamos más tiempo en mi casa que en la suya, en el salón de los trastos. Yo lo llamo así porque es la habitación en la que mi madre metió todas las cosas de la abuela cuando ésta murió. A mis tíos les dejó las joyas y la casa grande. A nosotros, una suerte de cachivaches inservibles (“antigüedades”, las llaman los finolis), ¡pues vaya una gracia!
Él sentía especial predilección por el busto hortera de Nefertiti. Se podía pasar las horas muertas mirando esa cara pintarrajeada sin cuerpo, a la par que me daba la brasa con sus historias de Egipto y demás. Al principio, yo mostraba cierto interés. “Ya se le pasará”, pensaba, ingenua de mí. Pero no, no se le pasó: él era un vago muy culto, y a sus historias no pensaba renunciar.
La chalada de mi abuela decía que aquella cabezona era de verdad del antiguo Egipto, que el abuelo se la había comprado en el mercado negro. No creo que el abuelo que yo conocí pudiera hacer tal cosa. Él era un hombre más bruto que un arado, creo que se casó con la loca de la abuela por compasión, o por su dinero, o porque su primera novia lo dejó por un legionario; pero sin llegar nunca a entender el gusto de la abuela por lo prehistórico y lo roñoso (Porque, no nos vayamos a engañar: aquellos trastos del saloncito cogen polvo que da gusto, dan ganas de meterles fuego y hacerlos desaparecer para no tener que estar constantemente limpiándolos).
Hace un año lo llamé para tomar café. Quería saber si se había decidido por fin a buscar trabajo, a cambiar sus zapatillas verdes por unos mocasines de color negro, si me echaba de menos...¡qué se yo! La verdad es que no le encontré muy entusiasmado cuando hablé con él por teléfono. Me dio mucha rabia. A lo mejor se había echado ya otra novia, una con una pirámide de verdad en el jardín y una reproducción del Nilo en la finca de sus padres. Para comprobar si era verdad que no me echaba de menos lo más mínimo, decidí presentarme a la cita con el busto de mi amiga Nefertiti. Incluso le saqué brillo a la muy perra para la ocasión. Cuando él la vio, los ojos le hicieron chiribitas, entró en éxtasis. Creía que se me iba a morir de un infarto allí mismo. Así que yo estaba en lo cierto cuando le dejé: siempre la quiso a ella más que a mí. Nuevamente, movida por la rabia, decidí contarle una milonga. Le dije que me iba a casar con Alejandro (otro que puede presentarse al concurso de mister tonto y ganarlo fácilmente), que hasta había estado liada con él antes de dejarle. Nada, no obtuve ninguna reacción. Sé que lo que más le dolió es que me llevara a Nefertiti conmigo.
Nunca le contaré que desde que le dejé, Nefertiti y yo estamos las dos muy solas. Por alguna extraña razón, ya ningún chico nos hace caso. A lo mejor es que las dos nos estamos haciendo viejas: ella con más de dos mil años, yo apenas con veinticinco.
Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero, sí, finalmente le he cogido cariño a esa maldita. Al fin y al cabo, es la única que puede comprenderme. Me paso la vida sentada a su lado en el salón de los trastos, recordando viejos tiempos. Le hago prometer que nos vamos a olvidar del tipo de las zapatillas verdes, que mañana será un día nuevo...¡Pero el muy idiota no hace otra cosa que pasar por debajo de mi balcón! Hemos llegado a la conclusión de que es cruel, que nos quiere hacer sufrir. Quizá haya averiguado la verdad, eso lo explicaría todo. Tal vez sepa que no lo dejé por su desmesurado amor por Nefertiti, ni por sus horrorosas zapatillas verdes, ni siquiera por ser un vago y no estar a la altura de las aspiraciones que una jovencita como yo debería tener. No, lo cierto es que la culpa es de papá...o mía, por hacerle siempre caso. Él me dijo algo que me empujó a dejarlo, algo que en ese momento me pareció crucial:
- Ese chico es del Madrid y nosotros somos todos del Barça. ¡Ninguna hija mía se casará con un merengue!

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Parece que este cuento no ha suscitado el interés del público. No hay que desanimarse por eso...Ni por muchas otras cosas!

Carmen dijo...

Bueno, que este cuento no haya acaparado el interés general puede deberse solo a una mala distribución o propagación del mismo, sin embargo, eso no quieta para nada que no sea Oh la lá! jaja

Gracias miiiil de nuevo por el relato!

Anónimo dijo...

Lo hice porque me apetecía, tenía ganas de darle una respuesta a ese vago. Pero ya sabía yo que no lo leería casi nadie, pues requería un doble esfuerzo.
Me gusta la idea de los cuentos encadenados, aunque a la gente le da pereza hacerlos.
Besos, y que tengas un buen día!

Anónimo dijo...

Después de un mes de este post, ¿para cuándo algo nuevo en este blog?
Besos,
Cris